LA ALABARDA, una breve historia de un arma con muchas Historia


En este artículo de Juan Molina, nuestro maestro armero, veremos una sucinta y breve historia de la alabarda europea, así como su concepto, uso y evolución a través de los siglos. Lo primero sería conceptualizar qué es una alabarda.
La alabarda podemos definirla como un arma de asta de una longitud entre no menos de 1,70 metros y no más de 2,60 metros, compuesta al menos por una cabeza de hacha y una punta de lanza, generalmente en la misma pieza (lo que lo diferenciaría de otras armas como el alcón o hacha de petos), y que generalmente se complementa con otros elementos (llamados “petos”) como ganchos o púas en otras partes de la moharra o el asta. Así, podemos diferenciar una alabarda de otras armas “primas” suyas, como la guja o el archa, que carecen de alguno de los elementos antes mencionados.
El origen de la alabarda debemos encontrarlo ya en la Alta Edad Media, donde en ciertas naciones norte y centro europeas comienzan a usar hachas engastadas en mangos muy largos. Estas hachas, como por ejemplo la archifamosa “hacha danesa”, no tenían grandes diferencias con otro tipo de hachas de mano, siendo su cabeza no demasiado grande, simplemente añadiéndole un asta muy largo para poder ejercer un ataque no ya solo de mayor alcance, sino mucho más potente al enemigo. Posiblemente estas primeras hachas enastadas buscaban romper la zona mejor protegida en esa época: los cascos. Y es que subir los escudos para protegerse de un ataque descendente es peligroso, pues descuidas la defensa baja, con lo cual “equipos” de soldados con armas variadas podían hacer caos en los campos de batalla: unos armados con escudos y lanzas o espadas (manteniendo la línea y los escudos del adversario bajos), y otros con hachas enastadas en las segunda línea (atacando continuamente desde arriba con golpes fuertes buscando atravesar cascos y hombros).
El hacha enastada tenía muchas ventajas. Era un arma extremadamente barata y fácil de aprender a manejar de una forma efectiva. Y era tremendamente efectiva, multiplicando por muchas veces la fuerza del usuario, siendo capaz de traspasar con ésta tanto defensas activas (como una parada con una espada, por ejemplo) como pasivas (una cota de malla). Pero tenía un problema, y era su dificultad para poder defenderse con ella con facilidad y sin apoyo de un compañero que tuviera un escudo, lo que limitaba su uso individual.
Los suizos, probablemente, fueron los primeros en dar con una solución a finales del siglo XIII, y fue añadir al hacha suficiente punta como para poder ser usada como lanza. Es decir, a la vez podemos ofender poderosamente con el hacha, pero cuando este ataque resulte demasiado peligroso para el portador, éste puede mantener a raya al enemigo con la punta, sin tener que estar dando giros con el arma continuamente. Los suizos tenían una gran tradición en el uso de hachas enastadas en aquella época, en las que en su estilo de combate eran perfectos para acabar con enemigos que no pudieran moverse con facilidad (el sistema de “letzis”, que eran fortificaciones diseñadas para atrapar en un valle a los enemigos, desde donde grupos de hacheros acosaban a las tropas enemigas mientras que desde las zonas altas, el resto de tropas lanzaban piedras que acababan con los enemigos acumulados en grandes masas), pero eso les impedía “capacidad táctica” fuera de su sistema defensivo. El añadir una punta a las cabezas de hacha parece un elemento pequeño, pero fue revolucionario, ya que tenías “dos soldados en uno”: El lancero, que mantiene a raya al enemigo, y el hachero, que lo remata. Posteriormente, se hizo común añadir un gancho en el lado anverso de la moharra, con el objetivo de desmontar a la caballería enemiga, el gran enemigos de ejércitos de infantería de la Edad Media.
Estas primeras alabardas eran toscas, burdas, fabricadas en masa sin buscar refinamiento o belleza, pero eran tremendamente efectivas. Consistían en únicamente dos piezas: una vara de madera muy larga, al menos de 1,70-1,80 metros, y de madera muy fuerte para aguantar la tensión de los golpes; y una moharra que no era más que una cabeza de hacha muy alargada, prácticamente de borde plano, que se le daba forma de tal manera que se creaba una doblez en su parte superior con forma de punta de lanza. En muchas ocasiones, al enganche superior a la vara, se añadía en su envés un gancho, pero todo en una sola pieza. Que todos los elementos estuvieran en una sola pieza era importante, pues si fueran piezas distintas, sería muy difícil aguantar la tensión sin que el arma se desbaratase (aunque posteriormente se hizo en las llamadas “hachas de armas” o “hachas de petos”, pero éstas eran armas fabricadas por artesanos especialistas de muy buena calidad y sólo al alcance de la adinerada nobleza).
La forma del hacha, alargada, era muy importante, ya que aunque una mayor extensión plana, en parte, reduce la capacidad de corte, permite que sea más difícil fallar al objetivo. Es decir, al lanzar el golpe, es probable que cortes algo, sea con mayor o menos potencia. Esto es así, porque en el caos de las aglomeraciones de las batallas, a veces no hay tiempo para apuntar bien al enemigo y sólo quedan dar hachazos sin fijación a todo lo que se mueve. En esas ocasiones, mejor ampliar las posibilidades.
Una característica de estas primeras alabardas era su encastración mediante dos engastes detrás del hacha. Esto otorgaba al arma potencia, simplicidad y durabilidad frente a la tensión del golpe, pero tenía limitaciones, como pronto comprendieron los guerreros suizos. El arma estaba muy desequilibrada, lo que daba ventaja al golpe, que lo hacía más poderoso, pero la hacía difícil de manejar cuando se quería utilizar la punta. Así que para remediar esto, a partir del siglo XV se comenzó a cambiar el engaste de la moharra no ya por detrás de la hoja, sino por debajo, lo que aumentaba el equilibrio. Pero esto hacía la vara más débil, ya que la tensión de los golpes se concentraba en un solo engaste, cuando antes era en dos. La solución fue añadir la moharra dos lamas de metal unidas con clavos por el primer tercio del asta. Esta evolución del arma la hizo ya mucho más compleja, pero mucho más eficiente en su cometido de ser “varias armas en una” y aún era bastante barata. Esta evolución fue probablemente posible gracias a una industria nacional que se había ido especializando con los años, capaz cada vez de hacer mejores piezas a menor coste. Lucerna, en especial, parece ser un centro importante de fabricación de alabardas, picas y otras armas enastadas para los cantones suizos en este periodo.
En el siglo XV, la efectividad de la alabarda comienza a verse fuera del país helvético, y comienzan a fabricarse también en otras regiones de Europa, donde incluso se comienzan a implementar sutiles variaciones o incluso completas innovaciones. Por ejemplo, el hacha de la alabarda suiza tiende siempre a mantenerse plano, mientras que las alabardas alemanas añaden la innovación de darle un sensible ángulo al hacha, probablemente, para que el ángulo en que caía el hacha fuera más eficiente en el corte. En otras zonas, como Flandes, se mantiene en encaste bajo, pero se magnifica el poder de corte, dando lugar a la aparición del archa como arma ya bien diferenciada. La versión más antigua de la alabarda, con doble enmangue por detrás del hacha, se seguirá manteniendo exportada a otras regiones y dará lugar a la guja, otra arma completamente diferente.

El refinamiento absoluto de la alabarda como arma de combate viene a finales del siglo XV y principios del siglo XVI, donde se convierte ésta y versiones similares en el arma de infantería por excelencia hasta la llegada masiva de la pica, que la acabará sustituyendo en gran medida. Las alabardas de esta época tienden a aumentar la longitud de la punta de lanza, buscando mayor alcance sin aumentar el tamaño del asta. Sin embargo, mantienen como arma principal el hacha, introduciendo innovaciones en su uso como el regatón-púa, que sirve como arma secundaria en la parte inferior de la alabarda.
Este aumento progresivo de la punta de lanza verá, a finales del siglo XVI, el advenimiento de las llamadas “alabardas de luna”, donde la zona donde debería estar el hacha se vacía, dejando a esta con una forma de “media luna”. De hecho, a partir de entonces a la moharra de alabarda comenzará a llamársele “luna” en España. Esta innovación viene dada por dos aspectos, fundamentalmente: el ya menor uso que se da en la esgrima de alabarda al hacha, prefiriendo la punta; y el uso de la alabarda como símbolo de rango en los ejércitos europeos. El hacha no pierde completamente su funcionalidad, y sigue siendo una pieza afilada del arma, pero ya no es capaz de dar los golpes devastadores de antaño, sino cortes más sutiles. De hecho, la moharra de la alabarda, en esta época, en muchos casos pierde las dos lamas de refuerzo, necesarias para lanzar cortes descendentes con la seguridad de que el arma no va a romperse.
Las alabardas comienzan a desaparecer en el siglo XVII de los campos de batalla como armas funcionales en gran medida y empiezan a ser armas en gran medida decorativas, únicamente símbolo de rango o en manos de guardias personales. En esta época, especialmente hacia el último tercio del siglo XVII, surgen diseños fantasiosos y extravagantes que sólo buscar ya destacar ornamentalmente, pero ya no de una manera práctica.
Son ya estas alabardas, completamente ornamentales, las que a día de hoy perviven en cuerpos como la guardia suiza papal o la guardia real española.

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