El 22 de julio de 1921, la caída de la posición de
Igueriben supuso el inicio de aquel desplome de todo el frente del Rif que se
conoce historiográficamente como el Desastre
de Annual: una
hecatombe militar española que empezó con la caótica retirada del campamento
homónimo y siguió con la pérdida, una tras otra, de docenas de guarniciones en
menos de un mes hasta comprometer la seguridad de la propia ciudad de Melilla.
Los 10.973 muertos oficiales que costó esa derrota (según hizo público la
Comisión Picasso en abril de 1922 ) quizá hubieran podido evitarse de haber
interpretado adecuadamente lo que podría considerarse un prólogo sucedido mes y
medio antes pero al que nadie concedió la importancia que de verdad tenía. Tuvo
lugar en el monte Abarrán. Gracias a
Jorge Álvarez los combates en este funesto lugar saldrán del olvido para muchos
españoles.
España no fue la única en
sufrir un inesperado descalabro importante ante fuerzas indígenas. Antes
pasaron por ese trance EEUU en Little Big Horn, el Imperio Alemán en Lugalo (Tanganika), el
Británico en Issandhlwana (Natal) e Italia en Adua (Abisinia), por poner
algunos ejemplos. Pero ninguno de ellos, por sonado que fuese -y lo fueron-
alcanzó las proporciones catastróficas del Desastre de Annual, ni en número de bajas ni en repercusión en el
devenir del país, pues la dictadura de Primo de Rivera y la caída de la
monarquía más tarde tuvieron bastante con ver con los hechos.
Tropas españolas camino del Barranco del Lobo en 1909 |
De hecho, no era la
primera vez que pasaba algo así en el Protectorado de Marruecos. En 1909 la
matanza acaecida en el Barranco del Lobo llevó al gobierno a movilizar a reservistas, la
mayoría de clase baja y ya con familias que mantener, lo que desembocó en una
huelga general a la que el gobierno respondió declarando el estado de guerra.
Las consecuencias fueron tan dramáticas en vidas humanas y materiales que se le
puso al episodio el expresivo nombre de Semana Trágica. Y eso que en el Barranco del Lobo el número de
caídos fue de 153 más medio millar de heridos; las de Annual multiplicarían
esas cifras por cien.
La buena estrella de Silvestre
Leyendo esto no es difícil
ir haciéndose una idea del caos que era aquel protectorado en general y la
Comandancia de Melilla en particular. Al frente de ésta estaba el
general Manuel Fernández Silvestre, amigo personal del rey Alfonso
XIII, de quien había sido ayudante de campo. Veterano laureado en la Guerra de
Cuba y en la propia África, era un militar impetuoso y tosco pero imbuido de
una especie de mesianismo que le llevaba a creer en su invulnerabilidad (lo que
llamaba buena estrella), pues había sido herido en combate decenas de
veces. Acorde a esa personalidad y viendo que era inútil su intento de
solucionar la hostilidad de los rifeños aliviando su miseria con un dinero que
pedía y nunca le concedían, decidió que no quedaba otra que hacerlo manu
militari… y que sería él quien acabase prácticamente solo con el atasco en
que llevaba metida España en el Rif desde hacía años.
El general Manuel Fernández Silvestre |
Así, en mayo de 1920
emprendió una campaña de expansión rápida con el objetivo de dominar una amplia
franja de territorio que iba desde Melilla hasta la bahía de Alhucemas,
siguiendo el modelo táctico francés en sus colonias norteafricanas. Lo hizo,
según se dijo, por iniciativa personal, sin pedir permiso al alto comisario, el
general Dámaso Berenguer, ni al ministro de Guerra, el vizconde de Eza,
pero con el apoyo expreso del monarca, aunque la única prueba de ello es la
referencia a un telegrama que le habría enviado Alfonso XIII felicitándole y
que nunca apareció. Con Berenguer, dice el historiador Juan Pando, tenía un
acuerdo tácito para aceptarle como superior (pese a ser más joven) a cambio de
ocuparse del aspecto ejecutivo, por lo que el alto comisario procuraba evitarse
líos, dándole manga ancha.
El General Dámaso Berenguer |
En consecuencia, la
columna española entró como un cuchillo en territorio enemigo sin que los
rifeños reaccionaran, al menos por el momento. Al contrario, las cábilas
acudían a mostrar sometimiento y voluntad de colaborar, hasta el punto de
animar al general a continuar avanzando. Y él lo hizo, convencido de que podía
poner final a la ancestral belicosidad indígena que tantos disgustos había
causado desde el siglo XIX.
Pero el éxito de su
iniciativa llevaba implícito un riesgo: la rapidez de la penetración y su
extensión -unos 6.500 kilómetros cuadrados- obligaban a establecer una línea
comunicaciones y suministros a retaguardia para la que no tenía hombres suficientes;
hubiera necesitado solicitárselos a Berenguer, algo impensable porque ni él
quería humillarse en ello ni el alto comisario se los iba a dar, al estar
ocupado en su propia campaña de pacificación de la parte occidental del
protectorado (por cierto, más lenta pero también más cauta). Y cuando lo hizo,
en efecto, Berenguer miró hacia otro lado.
Fernández Silvetre, a caballo, en campaña |
La caótica situación militar
Tampoco había
infraestructuras viarias en condiciones -apenas una pista de tierra que hacía
tardar una hora en recorrer 4,5 kilómetros y una línea férrea que sólo cubría
un tercio del camino- que permitieran mantener unas comunicaciones adecuadas,
algo muy necesario por el rosario de guarniciones que iba dejando detrás -con
la merma de efectivos que suponían-, mal elegidas, a menudo en lugares sin
interés estratégico para quedar bien con los rifeños, sin apenas
fortificaciones defensivas salvo unas alambradas y un parapeto, con los pozos
de agua fuera del recinto y casi siempre sin poder socorrerse entre sí en caso
de urgencia porque bastaba con cortar los cables telefónicos para que quedaran
aisladas. Dado que también carecían de depósito de víveres y de reservas de
municiones, la posibilidad de resistir en espera de auxilio era remota, más aun
teniendo en cuenta las distancias -150 kilómetros desde Melilla hasta Annual- y
lo agreste de la orografía.
Por eso se intentaba
mantener la amistad de poblados y aduares con una especie de soborno, a veces
con dinero, a veces permitiéndoles -cuando no vendiéndoles directamente- tener
fusiles; a menudo eran los que llamaban arbaia, los Lebel franceses
(mejores que los anticuados Remington españoles y que los Máuser, que tendían a
descalibrarse), adquiridos de contrabando en la frontera argelina y que
constituían su posesión más preciada para defenderse de cábilas enemigas.
El fusil Lebel |
La Policía Indígena
(agentes nativos al mando de oficiales españoles), empleada como embajada
negociadora en los avances, no podía hacer nada en esa situación salvo combatir
si llegaba el caso, pues ejercía más de fuerza de choque que de brazo de la ley. Y, con frecuencia, sus integrantes
en vez de hacerlo se pasaban al enemigo, ya que no se alistaban por simpatía a
España ni por dinero (cobraban muy poco) sino para aprovechar su estatus contra
tribus rivales.
Pero es que el recurso a
tropas locales no era porque sí. Obligaba a ello la escasa calidad del soldado
de cuota, reclutado obligatoriamente -tras la
Guerra de Cuba se abolió la redención en metálico- y que sólo podía hacer
un pago para reducir la duración del servicio y elegir destino, aunque quedaba
muy lejos de las posibilidades económicas de la mayoría: frecuentemente
analfabeto, tratado como una bestia de carga, sin apenas entrenamiento y
carente de espíritu castrense, al igual que una mayoría de españoles tampoco
tenía el más mínimo interés por el papel
de España en Marruecos.
Efectivos de la Policía Indígena (Archivo Domínguez Llosa) |
Conscientes de ello, en la
medida de lo posible, los mandos procuraban relegar a los soldados nacionales a
un papel secundario en favor de cuerpos profesionales como los
Regulares (tropas indígenas, de nuevo con oficiales españoles, aunque
también se admitían voluntarios nacionales que llegaron a ser un 20%) o el
Tercio de Extranjeros (creado en 1920 a imagen y semejanza de la Legión
Extranjera Francesa). Las necesidades numéricas limitaban eso.
Por otra parte, los
oficiales, cuerpo hinchado hasta el punto de absorber el 60% del presupuesto
militar, caían con sorprendente frecuencia en el desánimo, la desmotivación, el
absentismo y la corrupción, cuando no en el suicidio; muchos se escapan a
Mellila a la menor oportunidad y ni siquiera conocían a sus hombres. También
las condiciones materiales eran deficientes en todos los aspectos. No había
carros de combate, el parque móvil resultaba casi testimonial (la Comandancia
de Melilla sólo contaba con 24 camiones y unas pocas ambulancias), la aviación
presentaba las carencias propias de su carácter pionero, la artillería pecaba
de obsolescencia y los hombres apenas estaban equipados con algo más que el
arma (en muchos casos procedente de la Guerra de Cuba y descalibrados) y la
clásica manta en bandolera.
Berenguer, cuando era teniente coronel, con soldados de Regulares, cuerpo que él creó en 1911 |
La campaña
A pesar de este caos, la
columna de Silvestre avanzó nada menos que 135 kilómetros desde el inicio de la
campaña el 7 de mayo de 1920 hasta su llegada a Annual el 15 de enero de 1921.
En siete meses se había ganado más territorio que en los años anteriores y
encima tomando puntos importantes como Dar Drius, Tafersit, Buhafora, Ben Tieb
y el monte Mauro. El 15 de mayo se apoderó de Sidi Dris para cortar el
suministro de armas de contrabando a los moros, constituyendo esa posición el
extremo norte del área de operaciones mientras que el sur se situaba en Zoco el
Telatza, quedando bajo control otras localidades destacadas como Nador, Zeluán,
Monte Arruit, Tistutin, Batel y Ben Tieb.
Aquel éxito cegó a
Silvestre, que desoyó las advertencias de riesgo que le hicieron varios de sus
colaboradores, veteranos de Marruecos. Fue el caso del teniente coronel Dávila
y los coroneles Riquelme y Morales, que consideraban Annual una ratonera y
sabían que ahora les tocaba entrar en territorio de las cábilas más duras y
poderosas, aquellas dispuestas a presentar batalla pese a que de momento mostraban
aparente sumisión: Tensaman, Tafersit, Beni Tuzin, Bocoya y Beni Urriaguel, a
los que se sumaban otros descontentos en las inmediaciones como Beni
Ulisech-Gueznaya (dueños de la zona de Annual-desfiladero del Izzumar), Beni
Said (del monte Mauro), Dar Quebdani (flanco derecho). Metalza (dueños de Dar
Drius, el flanco izquierdo y Beni Bu Yahi (despojados en Monte Arruit). Entre
todos doblaban en número a los españoles; o los cuadruplicaban, si se cuentan
las fuerza indígenas, que a la hora de la verdad se pasaron al enemigo.
Silvestre y Berenguer se
entrevistaron en
el Peñón de Alhucemas con tal despliegue naval que los lugareños se
sintieron insultados. Su delegación de protesta fue despedida con cajas
destempladas y el resultado fue que, cuando marcharon los conferenciantes, los
moros de Axdir se levantaron en armas. El torpe bombardeo de castigo realizado
luego sobre el pueblo, que provocó bajas civiles (era día de mercado), en lugar
de apaciguarlos los enardeció, azuzados además por bocoyas y beniurriagueles.
A estos últimos pertenecía
Mohamed
Abd el-Krim, el líder rifeño, antiguo funcionario de la administración
española -era abogado- que quedó resentido con las autoridades coloniales por
el trato vejatorio que recibió de ellas. Envió un ultimátum a Silvestre para
que no pasara del río Amekrán pero en la mente del general lo importante era
llegar a Alhucemas, que estaba ya ahí, a mano, y para eso era necesario cruzar
ese cauce fluvial.
Retrato de Abd el-Krim |
Con el fin de evitar
sorpresa en esa operación, consideró conveniente ocupar las colinas Tamarabath
estableciendo varias posiciones estratégicas que, junto a Dar Drius,
permitirían dominar el margen izquierdo del río y continuar el avance al grueso
del ejército, acantonado en Annual, a una decena de kilómetros (en línea recta,
pues reales eran 15). Los informes negativos proporcionados por el teniente
coronel Fernández Tamarit le hicieron
renunciar a ocupar esas posiciones excepto una: el monte Abarrán.
La ocupación de Abarrán
El designado para dirigir
la operación fue Jesús Villar,
comandante de caballería destinado a la Policía Indígena, que previamente
sondeó a la cábila local, la de Tensaman, y, al ver que no se oponía, entregó
un informe positivo. La columna que debía ascender los 525 metros de aquel
monte estaba compuesta por tres mías (compañías) de policías indígenas,
dos compañías de ametralladoras del Regimiento de Ceriñola, dos de zapadores,
una de intendencia, una compañía de fusileros de Regulares y un escuadrón de
caballería también de Regulares, una ambulancia, una estación de heliógrafo y
un harka auxiliar de Tensaman. En total 1.484 hombres a los que se
sumaban 484 caballos y mulas, así como una batería de montaña de cuatro
cañones. Salieron la noche del 31 de mayo para evitar el calor y tardaron
cuatro horas y media en llegar a la cumbre; eran las 5:30 de la madrugada.
Una columna española subiendo un monte |
Sin descansar, al observar
harkas sospechosas moviéndose en las inmediaciones, los primeros
empezaron a levantar las defensas de la posición mientras iban subiendo los
otros, ya que el serpenteante sendero obligó a estirar mucho la columna y a
ascender en fila india. No fue fácil; la cima carecía de piedras para el
parapeto, lo que obligaba a llenar los sacos terreros, que estaban medio
podridos, por lo que se decidió fortificar únicamente uno de los frentes y
parte de otro, confiando en que la gaba (matorrales) y la cuesta arriba
fueran suficiente para proteger los demás.
Aún así sólo se pudo
levantar un parapeto de metro y cuarto de altura, y colocar una precaria
alambrada a apenas 30 metros. Hacia las 11:00, Villar dejaba al mando al
capitán Juan Salafranca y él iniciaba el regreso a Annual con la columna de
escolta llevándose las ametralladoras. Al fin y al cabo, pese a los augurios,
se había culminado la misión con éxito y sin necesidad de combatir.
Informado, Silvestre
declaró su intención de visitar la posición, como era costumbre en él cada vez
que se establecía una. Le disuadieron sus ayudantes porque el contingente
dejado allá arriba era escaso y en caso de que el enemigo desatara una batalla
quedaría inmovilizado allí, dadas las distancias para socorrerlo desde Annual y
Sidi Dris, así que subió a su automóvil y emprendió el camino a Melilla. A las
13:45 estaba aún en ruta cuando en lo alto del monte sonó un cañonazo seguido
de frenéticas descargas de fusilería; los moros se habían decidido a atacar por
fin. Tal como había predicho el Estado Mayor del general, las harkas
habían estado aguardando a que subiera y al ver que no lo hacía no esperaron
más.
Un "paco" disparando su fusil |
Derrota
La columna de escolta
todavía estaba a mitad del descenso pero siguió adelante como si no pasara nada
(Villar adujo luego que si hubiera vuelto le habría pillado la noche antes de
llegar), a pesar de la enorme inferioridad numérica de las fuerzas dejadas en
la posición: unos 250 efectivos, de los que tres cuartas partes eran nativos.
Enfrente tenían en torno a dos millares de feroces enemigos de Tensaman y Beni
Urriaguel.
Éstos subieron como una
exhalación por las laderas, incluyendo aquellas que a priori parecían demasiado
agrestes y, por tanto, tenían menos protección. Los parapetos fueron asaltados
y los cañones tuvieron que disparar con la espoleta a cero pero fue inútil;
buena parte de las tropas indígenas, que llevaban meses sin cobrar, no sólo
abandonaron sus puestos y se unieron al adversario sino que para ello mataron a
sus oficiales.
La gesta del capitán Arenas en Monte Arruit serviría para ilustrar también la de algunos hérores en Abarrán (pintura de Augusto Ferrer-Dalmau) |
Salfranca, herido, ordenó
una carga a la bayoneta para despejar de intrusos el campamento pero volvió a
recibir un disparo que esta vez fue fatal. El teniente Diego Flomesta, al mando
de la batería de montaña, tuvo tiempo de inutilizar tres de los cañones antes
de ordenar la evacuación; el cuarto no pudo porque también él fue alcanzado y
se quedó sin fuerzas; sería hecho prisionero y moriría en cautividad al no
recibir alimentos por negarse a explicar a sus captores cómo se manejaba la
pieza.
Como no quedaban
oficiales, la evacuación fue más bien un sálvese quien pueda en el que el medio
centenar de soldados españoles intentó abrirse paso como pudo entre la masa de
beniurriagueles. Sólo la mitad lograrían sobrevivir junto a 35 indígenas, que
fueron llegando a Annual exhaustos, heridos, deshidratados. El resto quedaría
allá arriba insepulto durante meses excepto dos cuerpos (los del capitán
Salafranca y el cabo Daniel Zárate) que los moros entregaron por 4.000 pesetas
cada uno.
Dotación de desembarco de la Armada |
La batalla duró tres horas
y media, terminando a las 17:15; dos antes de que Silvestre alcanzara Melilla.
De todas maneras, aunque Abarrán hubiera rechazado el ataque estaba condenado a
corto plazo, ya que sólo disponía de víveres y municiones para una semana;
además no había pozo de agua y los soldados únicamente llevaban sus
cantimploras, lo que significaba una resistencia máxima de dos o tres días.
Puerta abierta al desastre
La caída de Abarrán incitó
a sublevarse a otras cábilas, de forma que su número se elevó hasta 11.000
guerreros. Asimismo, les hizo crecerse y la madrugada del 3 de junio se
lanzaron sobre Sidi Dris, que estaba prácticamente aislada con apenas dos
centenares de soldados y tres cañones pero que fue auxiliada por la marinería
del cañonero Laya y varios aeroplanos que bombardearon a las harkas.
Mapa del desarrollo del desastre de Annual (Wikimedia Commons) |
Fue allí donde dos días
después fondeó el crucero Princesa de Asturias, a bordo del cual se
celebró una tensa reunión -era la primera vez que se perdían cañones ante el
enemigo- entre el alto comisario y Silvestre. Ante la preocupación del primero,
que además dijo no poder enviarle refuerzos, el contumaz general le confió su
intención de ocupar Igueriben y
establecer una posición para proteger la aguada de Annual.
Efectivamente, la loma de
Igueriben fue ocupada el 7 de junio sin hacer un solo disparo. Pero, a pesar de
tener una guarnición casi el doble que la de Abarrán, formada casi
exclusivamente por españoles y equipada con cuatro ametralladoras y una batería
ligera, diez días después era atacada y sitiada y el 21 caía con todos sus
defensores, salvándose únicamente una docena que lograron llegar a Annual, a
cinco kilómetros.
Cuatro de los
supervivientes murieron por el atracón de agua que se dieron tras tanto tiempo
sin beber (tenían la aguada a cuatro kilómetros) pero los demás pasaron de la
sartén a las brasas, pues también Annual quedó cercado y un mes más tarde se
daba la confusa orden de evacuación que dio inicio al desastre. El ejemplo de
Abarrán había caído en saco roto.
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Bibliografía:
-ESCRIBANO BERNAL, Francisco: El ejército español
en África (en revista Desperta Ferro)
-MUÑOZ BOLAÑOS, Roberto: La ofensiva de Fernández
Silvestre (en revista Desperta Ferro).
“Abarrán,
el preludio del desastre de Annual” Jorge Álvarez – Bellumartis Historia Militar
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