Castillo de la Muela. Consuegra, Toledo. |
Después del desastre, vino la rapiña
y el despojo; a continuación, el olor a muerte de la carne descompuesta.
Mientras intento aclarar mis pensamientos y dejar de manifiesto lo aquí
acontecido, desde las propias saeteras de la fortaleza veo marchar una partida
sarracena de jinetes en cabalgada dirigiéndose, libremente, hacia los campos
del Norte. Más cautivos y más cadáveres aguardan, del mismo modo que en las
últimas jornadas hemos padecido.
Me embriaga el dolor y la desolación
por la pérdida de los hermanos caídos y de todos aquellos buenos cristianos que
han corrido la misma suerte; ninguno de ellos ha recibido digna sepultura, que
Dios perdone sus almas. La frontera ha retrocedido y Consuegra
se mantiene como única plaza avanzada, aislada y sin apoyos, como ínsula en
mitad de un mar de tempestades, ahora controlada por las huestes enemigas. ¡Oh
Señor misericordioso, danos fuerza para resistir y seguir combatiendo en tu
nombre! ¡Qué nuestros brazos no flaqueen al empuñar las armas en el día del
juicio final!
Hasta tierras peninsulares llegaron
las funestas noticias por la pérdida del reino de Jerusalén.
En esos días pregoneros, oportunistas y falsos predicadores aprovechaban
cualquier ocasión para granjearse vianda o cualquier otro sustento que llevarse
a la boca, repitiendo una y otra vez las palabras que pronunciara el sultán
ayyubí saláh al-Din, Saladino, tras la derrota
cristiana sufrida en la batalla de los Cuernos de Haittín:
Actriz caracterizando a un cuenta historias medieval. |
“... Cuando cada oleada de atacantes retrocedía, dejaban
sus muertos delante de ellos; su número disminuía rápidamente, mientras que los
Musulmanes estaban a su alrededor como un círculo sobre su diámetro. Los Francos
supervivientes se dirigieron hacia una colina cerca de Hittin, donde esperaban
acampar y defenderse a sí mismos. Fueron vigorosamente atacados desde todos los
lados e impidieron que clavaran ninguna tienda salvo una, la del Rey. Los
Musulmanes capturaron su gran cruz, llamada la “Vera Cruz”, que ellos
dicen que es un trozo de la madera, la cual, según ellos, el Mesías fue
crucificado. Éste fue uno de los más pesados golpes que podía serles infligido
e hizo cierta su muerte y su destrucción. Gran número de su caballería e
infantería fue muerta o capturada. El rey permaneció sobre la colina con
quinientos de los caballeros más gallardos y famosos...”
Con la aniquilación del ejército
cruzado, se perdieron gran parte de los territorios más importantes en
el Oriente cristiano: Jaffa, Jerusalén, Beirut y Acre. La cristiandad
se derrumbaba al Este del Mediterráneo y Occidente sucumbía bajo un periodo de
terror. De este nuevo escenario tan adverso era plenamente consciente nuestro Santo
Padre de Roma, quien observaba impotente el avance imparable del
ejército musulmán a la par que se recrudecían las discordias internas entre los
monarcas cristianos de la Península. Era como si se volvieran a repetir las
mismas disputas de poder que habían llevado a Jerusalén a su ruina; unos
enfrentamientos que facilitaban el, más que probable, ataque almohade
desde las costas de Ifriqiya.
No ajeno a esta situación, Su
Santidad Clemente III instó a los prelados hispanos, y más
concretamente al arzobispo de Toledo, a que “reyes,
príncipes y barones de España acuerden entre sí una paz perpetua o, al menos,
treguas de diez años, y para que pongan el poder de sus reinos, que les habían
sido otorgados desde el cielo, al servicio de la lucha contra la gente pérfida”.
Imagen de Cristo época medieval tallada en madera. |
A decir verdad, la corona de
Castilla ya no quedaba representada por un monarca en minoría de edad,
ni tampoco gobernada por alguno de sus regentes como antaño. Todo lo contrario,
don Alfonso VIII se mostraba como la gran fuerza pujante y el
enemigo a batir por el resto de reinos, fueran estos cristianos o musulmanes.
Así, el monarca castellano aprovechó su estatus hegemónico para ocupar nuevos
dominios e ir arañando parte de los territorios a los infieles, a la vez que
mantenía las desavenencias con el resto de soberanos de su mismo credo. Fue en
el año de Nuestro Señor 1177 cuando tomó la plaza de Cuenca y
la de Alarcón en el 1184. De ahí la insistencia del Santo Padre por reclamar al
arzobispo de Toledo que presionara sobre don Alfonso para que éste contribuyera
a restablecer la paz entre los reinos y centrara sus esfuerzos en reclutar un
ejército que se enfrentara a los enemigos de Cristo, nuestro Señor.
Las misivas y despachos del máximo
responsable de los cristianos se sucedían una y otra vez, pero siempre obtenía
el mismo resultado. Los arzobispos se reunieron y estudiaron las causas
concretas que provocaban las disputas entre los monarcas cristianos. Por
mandato papal, debían elaborar un informe exhaustivo que remitirían a Roma.
Incluso se amenazó a los reyes y nobles que no hicieran caso a las
recomendaciones papales y no tomaran las armas contra los enemigos de la Cruz.
Pero tales ruegos, recomendaciones e intimidaciones de Clemente III no surtieron
los efectos deseados. Más allá de sus intenciones, se creó una coalición
anticastellana entre los reinos de León, Aragón, Portugal y Navarra en la que
se firmaba la continuidad de alianzas para la lucha contra su rival común y,
por el contrario, se mantenían las treguas firmadas con el Califa
almohade.
De esta forma, el Sumo
Pontífice recriminó al arzobispo de Toledo su incapacidad e
inoperancia por la continuación de las luchas internas entre los cristianos: “Cuando
casi toda la cristiandad se esfuerza por vengar la injuria causada por los
ismaelitas en las tierras de Jerusalén, sólo los hispanos llegan a acuerdos con
ellos y persiguen a los cristianos con el propósito de hacerles daño”.
Cierto que en el reino de al-Andalus
tampoco corrían buenos tiempos. No hacía mucho que el padre de Abu
Yusuf Yacub, actual Califa, había acusado gran derrota cuando las
tropas del monarca portugués atacaron las tierras de al-Garb en unión
con los cruzados venidos de los países del Norte. Previamente, los extranjeros
habían desembarcado en las costas lusas dentro de su ruta hacia Palestina y
afortunados fuimos porque en esta batalla sería herido de muerte el anterior
monarca Yusuf I.
La Giralda, Sevilla |
Igual sucedería en los territorios de
Silb cuando el rey Sancho I hizo llamamiento a los hermanos
calatraveños y santiaguistas, milites hispanos del Temple
y, por supuesto, a las fuerzas de nuestra Orden de San Juan.
Todos los freires disponibles nos reunimos con los cruzados
que navegaban hacia Tierra Santa para combatir, hombro con
hombro, en tan gloriosa y justa empresa.
Hostigándolos por tierras de
Occidente, Yusuf II también padecía el problema de las
revueltas con las tribus almorávides de Banu Ghaniya, los
cuales no hacían otra cosa que mantener nuevos frentes abiertos al Califa.
Buscó Abu Yusuf Yacub
asentar su poder mediante una política de pactos y relaciones comerciales con
los reinos que representaban la fe verdadera. Siempre persiguió un acuerdo
favorable con el de Castilla y, paralelamente, también lo hacía con el soberano
de León. En cierto sentido, le era imprescindible guardarse las espaldas en
tierras de al-Andalus mientras intentaba solventar las insurrecciones
al Norte de Ifriqiya. No es que no ansiara combatirnos, sencillamente
esperaba paciente el momento y las condiciones oportunas.
Siendo don Alfonso buen conocedor de
las dificultades por las que atravesaba el Califa, muy
propiciadas a sus intereses con objeto de ocupar nuevas posiciones, en el
verano del año de nuestro Señor de 1192, época idónea para las cuestiones de
armas, decidió enviar embajadores a su corte con unas propuestas de condiciones
que, en el trasfondo, se consideraban como inaceptables para la continuidad de
pactos. Lo que buscaba el de Toledo no era otra cosa que legitimar su ruptura
no oficial de treguas con el líder almohade, recurriendo para ello a una
fórmula indirecta de declaración de guerra.
Patio de las Doncellas en el Alcázar de Sevilla. |
Y por fin la ferviente actividad
diplomática del Santo Padre obtuvo los réditos esperados. Tras la firma de un
acuerdo entre los reinos de Castilla, León y Portugal, los hombres de armas se
sintieron con las fuerzas suficientes como para hacer frente al ejército
musulmán; era la oportunidad tan ansiada en Roma desde mucho tiempo atrás. Por
otro lado, también llegaban informes favorables concluyendo que Yusuf II se
había visto abocado a dividir todas sus fuerzas en un improvisado intento por
controlar las revueltas almorávides y la amenaza cristiana. En definitiva, era
el momento propicio para vengar el daño y la ofensa sufrida al conjunto de la
cristiandad tras la batalla de Haittin y la pérdida de Jerusalén.
Una cabalgada castellana, comandada
por el arzobispo de Toledo don Martín de Pisuerga, cruzó la
frontera y alcanzó el Guadalquivir. Fue saqueada su ribera al completo,
llegando, incluso, los jinetes a las mismísimas puertas de Madinat
Isbiliya.
Torre del Oro en el Guadalquivir. Sevilla. |
Tal ofensa y provocación sería,
finalmente, la gota que colmara la paciencia de Abu Yusuf Yakub.
Sin un instante que perder, el almohade decidió pasar al contraataque,
proclamar la yihad y cruzar el Estrecho hasta su ciudad
amenazada. Allí se reuniría con su gran ejército y marcharía hacia las tierras
del reino de Castilla.
En estos momentos en los que me
encuentro escribiendo tan duras y tristes crónicas puedo afirmar que
subestimamos a Yusuf II. Sus verdaderas intenciones nunca
fueron puesta de manifiesto, ni tampoco el enorme potencial de guerra con el
que contaba. El califa en ningún momento llegó a dividir su ejército, tal y
como nuestros informadores confirmaron. Todo lo contrario, el líder almohade
siempre sopesó el final de tregua y se preparó para ello antes de resolver los
problemas generados por los Banu Ghaniya.
Peor aún, el conjunto de fuerzas que
necesitaba para hacernos frente ya se encontraba reclutado al otro lado de las
aguas y sólo se mantenía a la espera de reunir a las cábilas consideradas como
núcleo central: Hayas, Tinmallal, Hintata, Yadmiwa, Yansifa y demás
tribus almohades procedentes del Sur del Magreb. Sólo había estado ganando
tiempo.
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